Estos zapatos son de mi hija Cora, de dos años. Son un regalo de su “padrino”, Ricardo Masferrer, de 22. Ricardo es brasileño, londinense y español. Nació en Brasil. Quiere a mi hija.
Un día Ricardo estaba en Río de Janeiro cuando su prima pequeña metió un pie en un charco y se llenó de barro. A él le tocó lavar el calzado afecto y descubrió al hacerlo que el zapato en cuestión era de goma, lavable y que olía deliciosamente a fresa. En ese instante, al otro lado del océano, pensó en mi hija. Y decidió además regalarle unos zapatos iguales. Pero como no tenía muy clara la talla adecuada para unos pies tan pequeños, compró cuatro pares para acertar al menos con uno. Después voló a Londres con todos los zapatitos en su maleta y allí los guardó durante meses, hasta el segundo cumpleaños de Cora. Durante ese tiempo, de vez en cuando se preguntaba si los zapatos podrían conservar su olor a fruta y alguna que otra vez llegó a abrir el armario para olerlos en sus bolsitas de tela. Necesitaba comprobar que la magia seguía en su sitio.
Por fin, los zapatos conocieron a su dueña. Las bailarinas en cuestión son como veis una verdadera virguería: sutiles, delicadas y perfectamente preparadas para saltar charcos en invierno y recorrer ríos en verano, suela acolchada como una nube y olor a bocao de fresas rojas.
Desde que Cora las vio no puede llevar otros zapatos. He podido esconder los tres pares que le quedan más grandes, pero se baña, duerme y desayuna con los rosas de la foto. Mi hija, como es natural, pasa ampliamente de cualquier par de zapatos que haya conocido (¡tiene dos años!) ¿Qué pasa entonces con estos?
Sucede que estos zapatos son la prueba empírica de algo que carecía de base científica hasta hoy. Nuestro amor y nuestro tiempo se pega en las cosas que amamos (no sólo en las personas, que también). Nuestras cosas nos poseen y algo de nosotros se queda para siempre en ellas. Un algo que puede llegar a ser perfectamente reconocible. Hasta Cora que apenas sabe hablar, ha sido capaz de distinguir el amor que hay en estos zapatos. Y es una suerte que lo haga: han puesto mucho amor a sus pies, debe pisar suave.
Titular: Nuestro amor se queda en nuestras cosas y así nosotros vivimos también en ellas. Una niña de dos años lo ha descubierto (esto empieza a tener entidad de viral).
¿Sabes esa cazadora vaquera viejísima que si la pierdes te mueres? ¿Los tres millones de dólares que alguien pagó por el vestido blanco de Marilyn Monroe? ¿Conoces la historia de la camisa blanca con la que Paco de Lucía daba todos sus conciertos, LA camisa? ¿Y el buen (o mal) rollo que te transmite un abrigo de segunda mano? ¿Oíste la historia de la pelea entre dos hermanos varones por heredar los pendientes de plata que llevaba su madre antes de morir? ¿Nunca te has puesto la camiseta de un hombre para dormir cuando el hombre no está en la cama? ¿Has convivido alguna vez con uno de esos muebles que llevan pegada a la madera la sombra de la mano del artesano? (Prefiero no hablar de esos otros que llevan la sombra de un niño… Made in ya tú sabes). Las personas que hemos amado también están ahí, en las cosas que os dejaron. En el reloj plateado que llevo mi abuela, por ejemplo.
PD: Entiendo que penséis que este no es el lugar para un texto de este tipo. Sé que debería haber buscado una revista científica. En ello estoy. En este sentido, si tenéis evidencias que aportar son bienvenidas.