El otro día he recibido un librito de la fotoperiodista Juana Biarnés (Terrassa, 1935), autora de la foto que abre el post y primera mujer fotoperiodista de España. Al asomarme a su trabajo me sorprendió muchísimo la intimidad de sus fotografías, la cantidad y calidad de mirada que Biarnés posa sobre la realidad. Y me encantó y me entró un poco de nostalgia. Tengo 35, pero me sentí un poco abuela. A veces me siento un poco abuela.
Y me quedé un poco colgada en la idea de lo poco de nosotros que posamos sobre la realidad cada día. De lo modernísimo, valiosísimo y hasta profesional que resulta ahora ser una exterioridad con patas. Y pensé en la cantidad de imágenes que veo cada día en las redes sociales y en que son opuestas a las de Biarnés: la mirada de los autores no se pega sobre la realidad que comparten. Pensé en Instagram, claro. Y en todas las fotos de comida, gimnasios, desayunos espléndidos, rincones de trabajo, besos de amor, hamacas, mares y piscinas que veo allí cada día. Pensé también en que Instagram es una aplicación de fotografía que te ofrece poner un filtro sobre las cosas, barnizar tu realidad, volverla más vintage, más trendy, menos fea, ¿menos real? Oculta lo que no nos gusta con la promesa de que lo esencial se mantiene. Igual que yo me pongo gafas de sol porque me encuentro más guapa si se me ve menos. A veces me siento un poco abuela.
El caso es que estoy segura de que la explosión de las redes sociales en general y de Instagram en particular y el comportamiento que despierta en nosotros su uso puede convertirnos en enfermos mentales. Y va en serio. Decía Carl Jung (es la segunda vez que hablo de él en este blog y juro no hacerlo más) que la salud mental es el equilibrio entre lo de dentro y lo de fuera. Entre nuestro ser interior y el exterior. ¿Y cómo se consigue este equilibrio? Pues decía Jung que la relación sana con la realidad consiste en que todo nuestro ser interior (nuestro inconsciente, nuestros sueños, todo lo reprimido, lo oculto que hay en nosotros y la experiencia de toda la humanidad que llevamos encima) mire hacia fuera. Y decía también que si no miras hacia fuera desde ti mismo sino que solamente te sientes mirado por el mundo, entonces se disuelve tu identidad y enfermas. Y entonces a sufrir, a sufrir mucho y a sentirte muy solo de tanto pensar en los otros. Y a terapia o a pastilas o a tristeza.
Y pienso en lo preocupados que estamos por cómo somos vistos, por la mirada que los otros posan sobre nosotros. En las fotos que hacemos al amanecer enamorados de la vida y que retocamos al subir a Instagram para que parezca un poco más bonito, el amanecer... En el beso de amor que una vez entregué a un hombre no por el hecho de besarlo sino para compartirlo después. Y me siento abuela, claro.
Y me preocupo mucho por los jóvenes, por los treintañeros instagrameros, por mi madre intentando actualizarse en redes, por los teens, por las pobres celebrities y por la humanidad en general. Porque vivimos en riesgo alarmante de disolución, porque el exterior puede invadirnos hasta borrarnos. Y pienso que eso no se cura cerrando nuestras redes sociales. Porque después de todo, no soy una abuela. Pienso que sólo se arregla leyendo un buen libro o yendo a la expo de Juana Biarnés, por ejemplo. Rozando la belleza que hay en las cosas, dando muchos besos única y exclusivamente para disfurtarlos sin compartirlos con nadie después, guardando secretos propios y ajenos. Y me siento abuela. Que no me importa. Y empiezo además a sentirme un poco cursi, que antes muerta. Y me callo.