Investigo un poco más sobre el sitio. Por lo visto los Kimye celebraron allí su último aniversario. Hay muchas fotos de ellos entrando y saliendo. Tanto en el Nobu de Malibú, como en el de La Cienaga Boulevard, que es al que acabaremos yendo. Veo que es de comida japonesa fusión y yo no como pescado, pero me convenzo con la idea de ir y, al menos, 'vivir la experiencia'.
Mi amiga está muy emocionada y me lo empieza a contagiar. Al final, ese día en el que también visitamos el 'Hollywood sign', el 'Walk of fame' (lo más cutre que he visto en años) y almorzamos en un Mc Donald’s, pasa a convertirse oficialmente en 'el día en que vamos a Nobu'. Nos atusamos en la habitación de Airbnb que hemos reservado en una mansión horrorosa de Beverly Hills Flats. Entre mármol, lámparas de cristal y una colcha de seda gris muy brillante, imaginamos nuestra llegada al restaurante y nos preguntamos si Kim o Kylie habrán reservado para esa noche.
Cogemos el BMW descapotable que también hemos alquilado, en él nos sentimos como la versión acomodada de Thelma y Louise, y al llegar, entregamos las llaves y lo aparcan. Eso es más que común en cualquier restaurante de Los Ángeles.
Ya estamos. La puerta de entrada no da a la calle principal ni es muy espectacular, y el plan de mi amiga de hacerse ahí la primera de muchas fotos se desvanece. Entramos y la primera sensación es que está demasiado oscuro. La decoración es a base de madera (mucha madera). No me dice nada y, por momentos, tiene un aire bastante rancio con sus mesas marrones y sus sillones de piel. Tampoco me parece muy exclusivo, así que desembucho la primera pregunta: "Y cuando viene Kim, ¿dónde se sienta?". No la imagino nada allí. Mi amiga señala una salita reservada tapada por una cortina gigante de terciopelo que acabamos de pasar mientras nos llevan a nuestro sitio.
"Soy Mario y voy a estar con ustedes esta noche", se presenta nuestro camarero, que resulta ser en realidad el jefe de sala. Nos trae la carta y nos deja un tiempo para ojearla. Cuando vuelve me doy cuenta de que nosotras no vamos a decidir qué pedir y que él ya lo sabe perfectamente. Esa es su función: ser majo y aconsejarte. Le advierto casi retándole de que no como pescado, algas, ni nada salido del mar, y no parece preocuparse ni un poco: "Puedo pedirle al chef que te haga unos rollitos de sushi (plato estrella) solo con verduras". A los 27 voy a probar por fin el sushi. Eso sí, va ser caro".
Me animo mucho cuando veo que la cerveza que pedimos es gigante: "Al menos me llenará". Y me la bebo mientras a mi amiga le traen su primer plato: algo de pescado laminado que "pica a muerte". Le hace una foto, -las dos sabemos que con la intención de subirla a Instagram- y otra vez la luz no acompaña. "Haz un Stories", le digo. Así acabamos compartiendo la velada con el resto del mundo.
Llega el segundo plato, este sí voy a tomarlo. Es en teoría una ensalada con alcachofa, pero resulta ser una mezcla de brotes y alcachofa hilada con algo de limón que está buenísima. Después llegan los dumpling de buey y le doy el primer bocado al que me corresponde. El mejor dumpling que me he comido en mi vida. Pienso en Kim y me pregunto si ella también sabrá valorarlo o si ni siquiera los prueba porque sigue algún tipo de dieta especial.
Entretanto, llega otro pescado con muy buena pinta. Se deshace en lasquitas y, aunque muera de ganas de probarlo por culpa de las caras que mi amiga está poniendo, no lo hago. Me fastidia porque a esas alturas de la comida ya estoy empezando a justificar que gastarse ese dinero en comer es aceptable. Los sabores son nuevos y sofisticados.
Hasta el momento no hay ni rastro de Kim, Kanye o Kylie. Ni de ningún otro famoso, y la gente, en general, parece bastante normal. La cerveza gigante y las porciones pequeñas han conseguido que mi amiga y yo estemos de bastante buen humor y llegan por fin los california roll. "Uno de batata en tempura y otro de aguacate y zanahoria encurtida", me explica Mario. Están muy ricos, pero en cuanto tomo tres o cuatro piezas no puedo evitar comentar: "Qué pila de arroz". Y otra vez me planteo si de verdad es lícito gastarse esa cantidad de dinero en algo así. Mi amiga lo tiene clarísimo: "Sí".
Hemos venido a jugar, así que pedimos postre aunque estamos a punto de reventar: pudding de pistacho con chocolate caliente. Y acto seguido nos traen la cuenta. Aunque intento pagar, ella no me deja. Son 186 dólares, según veo de reojo y a eso hay que sumarle la propina obligatoria, pero no lo hacemos. Abandonamos el restaurante con prisa y con la sensación de que hacer 'cosas de celebrity' nunca es como lo cuentan. Y sale caro, pero había que probarlo.