Subir. Bajar. Quedarse anclado en un peldaño temiendo echar raíces en él. O quizá descender otro cuando pensabas que todo lo que habías ascendido jamás volverías a retrocederlo. Tener ganas de comértelos de dos en dos o por el contrario, saborear la escalada y pensarte mucho antes dejar atrás un escalón e ir a por el siguiente.
Imaginar el cielo en lo más alto aunque apenas atisbes un ápice de luz. O bien no distinguir el foso de negrura que se extiende al fondo, allá donde tus pies se paralizan de vértigo. Agarrarte al pasamanos. Travesear con él. Ahora sin manos. Mañana, casi sin pies. ¿Quién nos contó la mentira de que la vida era una escalera urdida por una suma de peldaños a veces infranqueables?
En realidad nuestra existencia es un eterno zigzag que salta de lo bueno a lo malo, del éxito al fracaso, de la fortuna a la mala suerte, del amor al desamor, con azarosa sorpresa.
No deberíamos imaginárnosla con ascensos o descensos porque esta idea nos esclaviza, impidiéndonos fluir. El devenir de lo que somos funciona como en su día me advirtiera la historiadora Carmen Iglesias, conocida además por ser instructora del rey Felipe VI: la vida es un péndulo que se balancea de un lado a otro.
De hecho te animo a sentarte en cualquier peldaño y desafiarla. Depende de cómo la observes, puedes subir o bajar. Tú eliges.