El político es un profesional difícilmente envidiable, y eso que andan el día en boca de todos, por tanto nadie les discute su popularidad. Sin embargo ellos conocen bien la frustración de no tener lo que otros poseen y además ambicionarlo, ya que se trata de un sesgo común a la clase política envidiar a otros… sus diputados, su capacidad de consenso, la de movilizar a sus bases, la telegenia, su mesura o su arrojo.
Es fácil ojear la prensa y adivinar en sus sonrisas, en el rictus contraído, en una mirada de soslayo captada por cualquier objetivo, el rastro inequívoco de desear lo del contrario.
Pero la envidia no se lleva con ligereza, sino que es uno de los sentimientos más infortunados del ser humano. Castra, cernera, asfixia, enferma… y, por descontado, envejece. Es negativa 'per se'.
De todos modos tendemos a envolver las dificultades, ese estado de tristeza o enojo, a la hora de lograr los objetivos por uno mismo y sí apreciarlos en los demás, adjudicándole el calificativo de 'sana'; pero he recordado una charla con Arancha Merino donde nuestra ingeniera emocional advierte de forma tajante que no existe la envidia sana. Peor aún: esta nos delata no solo en nuestras frases o en un comportamiento que alerta de su existencia, sino a través de las líneas de expresión del rostro. Así, solo con 'clickar' el vídeo puedes descubrir las pistas de cualquier envidios@ a tu alrededor a poco observador@ que seas.
No concibo nada más higiénico de cara a mantenerla lejos que valorar la vida como una suma de logros y pérdidas, un zigzag capaz de sorprenderte en el siguiente cambio de rumbo. Es obvio que la ambición mueve montañas, pero también que disparar el nivel de las expectativas solo alienta una posible decepción al no lograrlas -lo que parece bastante probable-; el resentimiento dejado cuando no se cumplen tus metas en comparación con quien sí las ha alcanzado germina el obtuso deseo de que el otro las pierda, deseándole un mal sobrevenido.
La envidia es tan maléfica que cierra la tabla de mandamientos y, además, se disfraza con una máscara de carnaval para no mostrar su verdadera cara. Pillar a un envidioso reconociéndolo resulta titánico porque supondría que acepta sus carencias. Arancha rechaza incluso emplear algunas expresiones a la ligera, por ejemplo 'me come la envidia' o 'me muero de envidia al verte'. "No digas que te despierta envidia el trabajo de alguien. Mejor reconoce que le admiras", concluye.
Lección aprendida, aunque temo no escuchar la palabra 'admiración' entre los adversarios políticos. Disfruta el vídeo y empléala tú con quienes crees que la merecen.
¡No seamos las "flacas y amarillas" de Quevedo!