Me siento a escribir dando vueltas a una experiencia singular que quiero compartir con vosotros. Hoy, al igual que estos días de vértigo, me ha tocado grabar una nueva historia del programa de televisión que estoy preparando, y si bien todas tienen su moraleja, esta me ha dejado pensando un buen rato en ella.
Una mujer, llamémosla María, necesitaba saber qué había sido de su primer amor. No resulta descabellado, de hecho cualquiera de nosotros se habrá preguntado alguna vez qué fue de él/ella porque nos puede el morbo de saber. Si nos obsequiaran con la habilidad de mirar sin ser vistos, nos pegaríamos un atracón de cotilleos brutal.
El primer detalle sorprende: María ha cumplido los setenta. El segundo también: hace cincuenta años que se despidió de su primer amor por carta, cuando él se encontraba residiendo en otro país y emprendía una carrera profesional exitosa. Y el tercero, más aún: el ex nunca llegó a enterarse de alcanzar esa categoría. Es decir, el de María fue un amor tan platónico que la otra parte ha vivido siempre en la inopia. ¿Por qué decide una mujer con una vida organizada y convencional buscar a esa persona que le despertó unos sentimientos nuevos, sin bloquearse ante el miedo de lo que le depare la búsqueda? Y en el supuesto caso de encontrarle, ¿qué sentido tiene revelarle lo que ha callado cincuenta años?
El mecanismo del recuerdo se revela tan caprichoso como poderoso, pero nunca arbitrario: recordamos lo que nos ha emocionado. Es factible deducir que María sintiera algo tan potente que la nostalgia le haya mantenido en estado de búsqueda desde entonces, pero también que los interrogantes hubieran crecido tanto en su interior que no desee alimentarlos más. ¿Sintió él algo por ella? ¿Percibió el hilo de atracción entre los dos? ¿Habrá cruzado María alguna vez por su cabeza?
María no cejará hasta dar con unas respuestas para las cuales la edad no representa un obstáculo. Puede que elucubre con la posibilidad de reavivar un amor que, por su parte, apenas fue un chispazo, o solo trate de saldar unas cuentas cuyo peso arrastra desde hace tiempo. En mi opinión, el enamoramiento posee tal poder que ninguna edad acepta enterrarlo. Miro a mi alrededor, las manos atadas de los viandantes en cualquier calle, las miradas en una terraza, y de nuevo observo cómo el amor rejuvenece, incluso cuando no deja de ser una tenue nebulosa del pasado.
Como si fuera una señal para María, enciendo el ordenador y me asalta la imagen de esos dos dándose una segunda oportunidad: Christopher Lambert y Alba Parietti. Se amaron hace años, aseguran, pero ahora coincidiendo en un programa de televisión –para algo bueno tenía que servir la tele, además de para que yo conociera a María y me inspirara un post- se reencuentran a los 59 y 54 años y se despierta el afecto. Me gusta la pareja. Son maduros pero derrochan 'Happy Aging'. Tienen esa sensualidad de los que se han amado mucho y saben hacerlo. La foto en el perfil de Instagram de Alba es un beso de los dos festejando la vida. Me dan envidia, estoy por cambiar la mía.
Ignoro si el actor y la presentadora se han recordado durante el tiempo en que no estuvieron juntos, si lo ha hecho uno y el otro menos, porque no todos rememoramos igual. Una relación siempre oscila como un péndulo y, al concluirse, puede que quien más cariño puso olvide mejor. Quien más quiso no tiene que ser forzosamente quien más recuerda.
Eso sí, lo hacemos con el corazón y eso implica que viven en nosotros tal y como los vimos por última vez.
Quizá os preguntéis si María supo qué fue de él, de su primer amor, y si se encontró con él, es probable. También que cincuenta años después, y recordándole sin arrugas ni canas, ni siquiera le reconociera.