Todos quieren amor pero pocos se lo trabajan. Hoy dos personas han coincidido en la misma idea, y quizá tengan razón al aseverar que nos curramos más una entradas para ver a Bruce Springsteen, que subir otro peldaño en esa cosa llamada 'pareja'.
Uno ha sido Walter Riso, psicólogo y superventas, quien me insiste cada vez que nos vemos -¿hablamos siempre de lo mismo? Normal, es un experto en desentrañar entresijos emocionales- que, por suerte, no existe enamoramiento que se prolongue más de un año. Lo de Cristina Pedroche con Dabiz debe ser una patología -y que el poso que deja se traduce en muchas tareas para ambas partes-. La otra opinión llega de la Celestina del siglo XXI, encargada de formar parejas pero una firme descreída del matrimonio. Verónica Alcanda en estado puro.
Tras reflexionar en sus avisos recuerdo que he estado cerca de decenas de parejas que hablan y hablan, que comparten temas e inquietudes, pero lo hacen como dos miembros de una familia. Su relación es filial. Parejas que conversan sobre las clases de tenis del pequeño y la ortodoncia –¡menuda pasta!- de la mayor; de dar una mano de pintura al salón o de que no hay quien recupere las horas extra en la nómina. Charlas míseras donde relatan sus vidas al detalle pero no desmenuzan nada sobre ellos. ¿Qué fue de sus planes de futuro, de aquello que se confesaban al principio? Y yo entonces imaginaba que sus existencias trascurrirían en paralelo.
¿Este tipo de parejas no se quieren? Sí, como hermanos. Se profesan un cariño profundo por el cual se protegen mutuamente, pero ya no están enamorados, y desde ahí es bastante difícil retroceder. Aviso que este amor solidario me recuerda a un geriátrico.
Tras "tenemos que hablar", la segunda frase más temida en una relación es "te quiero, pero ya no estoy enamorad@ de ti". Lo siguiente pasa por dormir en habitaciones separadas bajo peregrinas excusas -duermo fatal y me muevo mucho, me levanto antes que tú, necesito escuchar la radio para conciliar el sueño, tenemos horarios dispares...- y después, mostrarse juntos solo en público. Conocí a un matrimonio que cada uno residía en una planta del chalet común, hacían vidas separadas, pero cuando tocaba votar acudían al colegio electoral de la mano para que ningún vecino rumorease. Existen matrimonios de bodas , bautizos y comuniones. Adosados por los hijos, el negocio, la familia o la hipoteca. En otro tiempo frecuenté a una pareja acostumbrada a una apariencia externa de relumbrón que destellaban la imagen perfecta. En público se besaban y elogiaban:
- Rosario es estupenda. ¿A que le ha quedado muy bien la reforma del jardín? La ha coordinado ella, ¿verdad amor?
- Buff, he perdido kilos por el estrés. ¿Quieres un 'gin-tonic', querido?
- Solo si me lo preparas tú.
Pero al quedarse solos volvían a su exilio personal en la soledad de una cama partida a la mitad por un abismo.
La pregunta es meridiana: ¿por qué nos casamos si, tarde o temprano, el desgaste corrosivo que se acumula sobre el amor del principio nos termina visitando? Porque detecto un instante mágico que se prolonga días, semanas o meses en que nos creemos invencibles. Seguros de estar inmunizados ante ese proceso aniquilador, alimentado de pequeños agravios que cada uno contempla con distinta trascendencia. Por tanto, el desagravio, el perdón o una disculpa a tiempo son un buen antídoto contra ello. No hay silencio que sustituya a una comunicación, aunque a veces escueza.
Sospecho que tú no creerás que el bienestar amoroso sea espontáneo y no requiera esfuerzo. Lo subraya Walter Riso y lo suponemos Verónica y yo. Por eso, démonos cuenta del error que implica centrarse en la otra persona como si ese fuese el único logro en el amor: "He encontrado al hombre de mi vida", gritamos como si con ello hubiéramos concluido el trabajo. Al contrario, ahí apenas ha empezado.
Y no como mis ruinosas parejas envejecidas en el amor, que un mal día dejaron de verse con el alma para hacerlo con los ojos.