Lo dejo claro desde ya: yo no soy monárquica. Pero la corona británica es mi placer culpable. Me gusta que la Reina sea un icono pop y deseo fuertemente todo su merchandising. ¿Para cuándo tazas oficiales del 'feud' Letizia-Sofía, Casa Real? Me fascina lo hortera y no podía dejar pasar la oportunidad de asistir al evento epítome de lo cutre-guay. Así que allí me planté con mi camiseta de Harry & Meghan.
Dos horas de camino y un madrugón que no me doy ni para trabajar con tal de verlo con mis propios ojos. El tren salía a las siete de la mañana desde Brístol. Y después del primer transbordo, ya en la estación de Reading, un tocado rosa destacando entre varias cabezas me hizo soltar el primer gritito de alegría. Tomándome el café me di cuenta de que había más: gente vistiendo de azul, rojo y blanco, con banderas y un grupo de chicas con coronas. Yo ya.
El mogollón del que habían advertido en la página de la GWR (la Renfe de aquí) no llega hasta el último cambio de estación. Por cierto, su web sí funciona y además estaba completamente tuneada para la ocasión. Nivel: cambiaron el nombre de la estación central de Windsor por 'Harry & Meghan Central'. Estoy en Slough, a solo una parada, y hago allí más de media hora de cola. Delante de mí, una pareja con caretas de Harry y Meghan que además van con las chicas de las coronitas. Estaban a gustísimo con las idea de contribuir al espectáculo y no me corto ni un poco haciéndole fotos y vídeos. Cuando creía que no podían superarse, la falsa Meghan saca una botella de prosecco. Son las 9 de la mañana.
Llego a Windsor y el objetivo general es pillar un sitio dentro del recorrido oficial que van a hacer los novios recién casados para verlos de cerca. Sigo a la multitud porque aquí todos hemos venido a lo mismo. Es complicado encontrar a alguien que no se haya ataviado un poco para la ocasión. La gente ha venido a jugar y yo estoy fascinada:
El inicio del recorrido ya está hasta los topes y no tiene pinta de que vaya a conseguir ver ni un poco, así que decido seguir a un reducto de la multitud que anda no se sabe muy bien a dónde. Pregunto a un grupo de americanas -team Meghan- que me dicen que ese camino no lleva a nada bueno, pero mira, no me fío y qué bien. A los cinco minutos he conocido a un grupo de locales (ninguno por debajo de los 60) que sí saben dónde van y les pido abiertamente acompañarles. Una media hora andando por un camino precioso con mansiones rosas, césped verde bien mullido, y, al fondo, el Castillo. Yo así también me caso.
Esta zona no solo es más bonita que la primera parte asfaltada, sino que está considerablemente más vacía. Conseguimos una tercera fila muy digna justo en la curva donde darán la vuelta al Castillo, casi al final del recorrido. Son las 11 y la gente no parece muy ansiosa con eso de que no le quiten el sitio. Todo lo contrario: mantas de picnic, más prosecco, aperitivos… El domingueo es un fenómeno universal.
Detrás tenemos un set de tele y algunos ven parte de la ceremonia a través de las pantallas que los reporteros usan para seguir su conexión, una experiencia muy unificadora. Una señora grita emocionada que Harry ha sonreído al ver entrar a Markle. Habla de lo bueno que es con la mano en el pecho, como si fuera su nieto o hubiese quedado a merendar con él anteayer. Los que están aquí (no mis colegas de Brístol que me miraban de forma marciana al contarles que venía) se toman muy en serio su casa real y parecen orgullosos de sentirse partícipes en su historia estando aquí en un día así.
Vale que yo llevo toda la vida bromeando con casarme con Harry como vía de entrada a la Casa Windsor y vale que me he gastado una pasta indecente entre billetes de tren y royal merchandising para ser yo una jornalera del periodismo (las bodas salen carísimas, ya se sabe), pero en realidad no estoy aquí por ellos. Estoy más bien por la experiencia. Por hablar con la señora que se trae una escalera de su casa y una cubitera con champán para ver la cosa mejor que nadie copita en mano, para ver a la otra señora que atraviesa el césped con su andador sin que se le caiga el sombrero, por los chicos vestidos de novia que disfrutan cuando les pides hacerles una foto y por ver cómo la gente tiene ganas de juerga, así en general.
Es la una del mediodía, los novios ya han salido de la capilla de St. George y la gente, ahora sí, empieza a colocarse. Móviles arriba y algún que otro iPad -en serio, analicemos este fenómeno de gente que usa iPads a modo de cámara-, ensayando cómo van a grabarlo. Tiene pinta de que me va a quedar una preciosa foto de teléfonos haciendo fotos, así que le pido al hombre que tengo al lado con un paloselfie (eso sí que era una idea y no los tres objetivos que he paseado en mi mochila) que me pase su vídeo, que es el que va a molar. Unos veinte minutos después, pasan Harry y Meghan.
Tres segundos, muchos 'oh my God' y un verlos así de refilón. Pero la fiesta continúa. De vuelta a tirarse al césped, a comer, a beber y a disfrutar del solazo inglés, que existe. Y yo pienso: a la mierda los festivales indies -sea eso lo que sea a estas alturas-. Yo lo que quiero es una Royal Wedding al año. Menos Primavera Sound y más fiestas de pueblo.