Así arranca su novela:
"Por razones que no vienen al caso, perdí mi vida privada entre las nueve y las diez de la noche del pasado doce de noviembre, día de mi cumpleaños. Digo perdí, pero en realidad me la arrebataron de un zarpazo. Desde entonces no he vuelto a pisar con negligencia los lugares públicos, ni contemplo los atardeceres sin que me separe de ellos una cortina de teatro".
Mucho pasado, poco presente y futuro:
"Mi presente no interesaba, porque existía el riesgo de que fuera yo quien lo contase. Mi futuro aún menos, pero el pasado era otra cosa. Mi pasado era de ellos. Podían inventarlo, ensuciarlo o convertirlo en un despojo. De hecho, pusieron en mi boca tantas sandeces que mi propio padre me llamó para preguntarme si había dicho lo que decían que había dicho. '¿Tienes alguna duda? ¿Acaso no lo has visto en televisión?', me burlaba yo".
Sobre su madre:
"Creía en ellos (los acontecimientos), los interrogaba como si fueran a responder. Miraba la televisión como una radiografía del médico, hasta que se percató que no era su hijo quien salía en ella, de que lo que decían no traspasaba la criba de lo que sabía acerca de mí. Mi madre no me reconocía en las fugaces y laberínticas imágenes de televisión. Empezaban a no agradarle aquellos programas de entresuelo atestados de gente que miraba los posos del café. Pensé que, para ella, lo que estaba ocurriendo no tenía parangón, pero lo primero que me preguntó por teléfono cuando le dije que alojaba en un hotel fue si necesitaba dinero. Le expliqué que gastaba menos que antes, que el ostracismo es barato, porque no necesita aparentar. El proscrito no tiene que demostrar que sigue entre sus contemporáneos".
Su perdida de intimidad:
"No cerrar con llave la puerta de tu casa hasta que, de repente y sin saber por qué, empiezas a compartirla con desconocidos que entran y salen por las ventanas. Eso tiene estar en boca de todos. Si te equivocas, no puedes rectificar. Si callas, no podrás hablar en adelante. Si hablas, ya no podrás guardar silencio. Cada uno de esos actos queda grabado en unas tablas de la ley. Entregas tu vida a granel sabiendo que la van a vender al pormenor".
Sobre los periodistas y su pasado:
"Mi vida no tenía cronistas, sino letreros equivocados. Me inquietaba más haber murmurado frases mediocres sobre Dostoievski que insultantes sobre el Rey de España".
Amigos que son de repente extraños:
"Lo que ocurre después de hechos tan inexplicables te obliga a iniciar una vida en otro sitio. Si hay amigos, se mantienen al margen, como si te vieran sentado en el banquillo de Nüremberg. A cambio, tu vida se llena de personas que se presentan con la excusa de conocerte, pero en realidad vienen a arrancarte en pedazos. Gente sin escrúpulos, cargados con equipajes de tránsito. Al final todos terminan sin careta".
Móvil, a la basura:
"Recuerdo que el teléfono empezó a sonar a las tres de la tarde de ese miércoles, diecisiete, y ya no paró en los cuatro días siguientes. Lo supe porque tras desviar las llamadas al número del móvil, tuve que tirar el móvil en una cuneta cuatro días después. Los mensajes atracaban en mi bandeja de entrada como barcos llenos de ratas".
La fama y los fotógrafos:
"Al volver del trabajo el jueves, un remolino de fotógrafos de prensa me aguardaba en el portal de mi casa. Había luchado por convertirme en un escritor, y de la noche a la mañana me vi convertido no ya en un tema, sino en un tópico. Dije un par de cosas atropelladas que fueron tomadas como declaraciones. Lo mismo ocurrió al día siguiente, así que mi esposa y mi hijo tuvieron que irse a casa de su madre, como en las películas americanas. El niño no entendía por qué gente que no nos conocía de nada nos hacía tantas preguntas".
Persecución y agobio:
"Empecé a dormir solo en una cama forrada de musgo, como las piedras que dan al norte, sin encender la luz, porque me parecía barruntar en la calle un montón de cigarrillos de gente apostada. Los periodistas habían convertido la vía pública en una barraca de espejos. Aparecían y desaparecían con sus credenciales de ciudadanos impunes y su paciencia de jardineros de camposanto. El timbre no cesaba de sonar y algunos subían hasta el primer piso y golpeaban en la puerta, con el micrófono en la mano y una acuciante pregunta en los ojos que ya traían contestada de las redacciones".
Contraseña: "¡Viva la República"
"Entras y enciendes el ordenador, con la contraseña que te voy a dar. Y le comuniqué la contraseña. '¿Cómo?', me preguntó. Se la repetí. Sabía que era inesperada, incomprensible, como los mensajes de algunos contestadores. 'Viva la República'. Le dije que esa era la única contraseña que había empleado en toda mi vida. Cuando necesitaba alguna siempre colocaba aquellas tres palabras seguidas. Por ese orden".
Beso de su padre, con el que los medios en la novela decían que no se hablaba:
"Todos los besos que le daba tenían la apariencia de besos de trámite. En mi familia solo nos besábamos después de largas ausencias. Los besos que eran habituales en otras familias se sobreentendían, así que no se daban. No necesitábamos expresar la alegría de volver a vernos. Era mi padre el que iba siempre por delante en la ruptura de esa convención. Yo volví a casa durante años para que me diera aquellos besos de bienvenida, empapados de los largos periodos de ausencia. Aquella mañana, con la bufanda desmadejada y la maleta, me dio el mismo beso que cuando salí por la puerta para ir a la universidad, el mismo que cuando me levantaba de la cama, en mis numerosas noches de niño insomne, para enseñarme los cuadros de las paredes".