Una enfermedad obligó a Amparo Larrañaga a bajarse de los escenarios hace dos meses, concretamente desde el pasado 11 de diciembre, cuando actuó por última vez en 'Laponia', obra que volverá a representar junto a Iñaki Miramón o Mar Abascal a partir de este sábado en el Teatro Maravillas de Madrid. El diagnóstico llegó en verano, sin apenas sintomatología, más allá de algún sofoco que asociaba a una baja forma física
"Lo que me pasó es que yo estaba haciendo, y ahora voy a volver a hacer, una obra de teatro y de pronto fui al cardiólogo porque tenía la tensión alta y acabé en el quirófano. Un equipo de médicos maravilloso liderado por el doctor Panizo, que es muy meticuloso, decidió hacerme unas pruebas más aparte de las de la tensión y resultó que tenía una insuficiencia mitral severa que requería de una cirugía", explicaba en su reaparición pública a Susanna Griso, que subrayaba que esta enfermedad es la primera causa de muerte entre las mujeres.
"La suerte ha sido el hallazgo casual, porque esto dentro de un año igual hubiera derivado en una arritmia o en un problema cardíaco", continuaba relatando la hija de Carlos Larrañaga y María Luisa Merlo, que recalca que, afortunadamente, ha sido una intervención de "poco riesgo" al no presentar ninguna cardiopatía. "Lo importante es que el corazón esté bien. Si el esfuerzo que ha hecho el corazón por el mal funcionamiento de la válvula mitral le ha pasado factura, estamos hablando de otra cosa, pero no ha sido el caso, aunque sí ha sido un susto", puntualizaba la intérprete.
Tras enterarse de su diagnóstico, Amparo llamó rápidamente a un amigo médico, que le aconsejó pasar por las manos del doctor Forteza. “Me dijo que era una operación que tenía muy poco riesgo, que me abriría y me pararía el corazón y el pulmón durante 30 o 40 minutos”, recordaba la conversación que tuvo con este especialista, que no logró tranquilizar a la madrileña con sus palabras: “La noche anterior eché a todos del hospital porque estaba muy angustiada y necesitaba dejar de hacerme la fuerte. Quería llorar y romperme”.
Una intervención que le ha dejado como secuela una cicatriz de 10 centímetros de longitud a Larrañaga, que en los días que permaneció en la UCI logró entender mejor que nunca a su padre. "Él lo pasó fatal, no quería comer, y yo pensaba todos los días en él porque, aunque la gente me insistía en que comiera, no podía hacerlo, me ponía mala. No es lo mismo ser el acompañante que el enfermo… Le entendía perfectamente”.