Está demostrado que la alimentación y nuestras emociones están altamente ligadas. Incluso al intestino le asignan el apodo de segundo cerebro. Ya de bebés empezamos a asociar la comida con nuestro bienestar desde el mismo momento en el que la mamá calma a su recién nacido dándole de mamar. A partir de aquí es posible comprobar cómo afecta la alimentación a la salud emocional de niños y de adolescentes.
Alimentos que nos evocan recuerdos maravillosos, días tristes y sin apetito, días con ansiedad en los que se come desaforadamente… Está claro que hay una estrecha relación entre las emociones y la forma en la que se come. Una emoción es una respuesta psicológica que alerta o avisa de aspectos y cambios del entorno y que cumple una función adaptativa y de supervivencia.
Sigue un patrón de respuesta fisiológica y conductual que mantiene una intensidad y una temporalidad, incluso es explosiva y breve. Los investigadores además han comprobado cómo las emociones generan cambios musculares, del sistema nervioso vegetativo y del sistema endocrino.
Ahora bien, también se ha demostrado que la elección de comer un alimento u otro no se rige solo por su calidad y su valor nutricional. Las emociones influyen en la motivación para comer, en esa respuesta afectiva hacia un alimento, en qué se desea comer, en cómo se mastica, en la velocidad y la cantidad ingerida y hasta en la digestión y en el metabolismo. A ello se suma que en cada persona sus emociones le repercuten de forma diferente en sus hábitos de alimentación.
Hay alimentos que provocan emociones porque reconfortan o traen recuerdos; emociones de alta intensidad que suprimen el apetito como recibir una noticia nefasta que cierra el estómago; y otras emociones de intensidad moderada que se acusan según la relación que haya establecido una persona con la comida. Es decir, cuando se restringen alimentos que se desean, las emociones negativas y las positivas interfieren en cómo se controla lo que se come.
También hay otras ocasiones en las que la alimentación es emocional, en el caso de los disgustos que provocan el consumo de dulces y grasas porque se cree que esos alimentos van a tener un efecto calmante. A su vez, los investigadores también han comprobado cómo aquellos que se alimentan de una forma normal, las emociones negativas les quitan el apetito y las positivas lo aumentan.
El vínculo entre las emociones y la alimentación empieza desde bebés cuando éste se calma con el pecho o el biberón. Ya de niño, la comida puede llegar transformarse erróneamente en una herramienta con la que combatir el estrés, la tensión o la ansiedad. A partir de los seis meses, se introduce la alimentación sólida y es el inicio de una carrera que contribuye a establecer una buena relación con la comida o una relación tóxica.
Los especialistas en nutrición infantil subrayan que esa etapa donde el niño empieza a sumar alimentos a la dieta requiere paciencia y comprensión por parte de sus padres, porque cada pequeño sigue sus ritmos. Lo importante es ir sin prisa donde probar cada alimento sea una experiencia agradable que no suponga un conflicto. Por tanto, nunca se le debe obligar a comer ni distraerle con pantallas o unos dibujos animados para que coma sin ser consciente de lo que está haciendo y si ya no quiere más porque está saciado. Esta es la manera en que a la larga se establece una relación sana con la alimentación, sin que suponga un trauma ni que afecte a su bienestar emocional.
Desde un primer momento los niños deben saber que la comida es necesaria para funcionar, es la energía que necesita su cuerpo o su gasolina y una condición indispensable para tener salud. De ningún modo se debe relacionar con la apariencia física.
A veces los niños quieren probar alimentos que no son del todo saludables, la solución no es prohibirlos, sino explicarles porqué no son buenos para su organismo en palabras que él entienda. Tampoco es adecuado convertir la comida en un premio o en un castigo, la comida es nutrición y la condición para tener salud, crecer y desarrollarse.
En ocasiones esa relación con la comida no es la acertada y ya en la adolescencia se pueden desencadenar serios trastornos de alimentación. En todo esto influye tanto el entorno familiar como el escolar, donde esa apariencia física genera un mal hábito alimentario y a través de la comida se canalizan las emociones dejando de alimentarse o comiendo compulsivamente. La ira, el estrés, la ansiedad y hasta el aburrimiento les conducen a un concepto equivocado con respecto a lo que significa comer.
Incluso a pesar de no haber tenido nunca ningún problema con la alimentación, los adolescentes se enfrentan a demasiados estímulos perjudiciales que además distorsionan la realidad a través de las redes sociales o de la publicidad. Hasta llegan a rechazar su aspecto físico generando una mala relación con la comida cuando siempre había sido correcta.
En todo ello entra en juego la inteligencia emocional y cómo desde casa y desde las aulas se debe trabajar su autoestima. El objetivo es que sean capaces de frenar esos estímulos que ponen en duda su aspecto físico y colocarlos en un plano muy secundario. También habrá que buscar la raíz del problema, proponer soluciones y otras formas de canalizar la frustración, la ira o la incomprensión.
La finalidad siempre es mantener su bienestar emocional, cambiar rutinas por otras saludables, proponer nuevas actividades y formas de entretenerse, animar a practicar deporte y sobre todo trabajar una sana relación con la comida.