En la frase más famosa del ‘El Gatopardo’, Tancredi espeta a Fabrizio “si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. ¿Me explico?”.
Esta máxima, que en política se aplica a quienes fingen introducir grandes cambios para mantener su status quo, es perfectamente extrapolable a lo que ha sucedido en la moda con el movimiento ‘bodypositive’, que parecía que iba a cambiarlo todo para que, al final, todo siga igual.
En 2017 se hablaba del “año en el que las modelos de talla grande conquistaron la pasarela”, en 2019 se decía que fue “el año en el que las marcas apostaron por el body positive y la inclusividad”, un par de años más tarde los titulares seguían hablando de “cómo la moda ha impulsado un cambio hacía la inclusión y diversidad este 2021” y en 2023 la pregunta que nos hacemos es: “¿Han pasado de moda las modelos curvy? Por qué después de la revolución plus size cada vez hay menos referentes XL sobre la pasarela”
El hecho de que contadísimas modelos de talla grande hayan sido convocadas en las pasarelas de Milán, París, Nueva York y Londres no es más que un lavado de cara que evidencia cómo la industria de la moda sigue sin apostar por la inclusividad corporal.
Solo hay cinco modelos de talla grande que se disputan las marcas para desfilar en pasarela: Ashley Graham, Precious Lee, Alva Claire, Paloma Elsesser y Jill Kortleve. Según datos de Vogue Business, su presencia en pasarela representa un escasísimo 0,6% del total de desfiles de las diferentes semanas de la moda; según el portal Tagwalk solo 102 marcas incluyeron a alguna modelo curvy en sus castings y según el estudio #IncludingThe Curve efectuado por la modelo Felicity Hayward, de 13.000 salidas, solo 228 fueron de modelos de tallas grandes.
Parece claro que no se trata de una cuestión de inclusividad real, sino más bien de cubrir una cuota. La excusa, según numerosos expertos, es que es mucho más caro y mucho más complicado producir y vender ropa en tallas más grandes, porque no se trata solo de escalar, hay que tener muchos más conocimientos para adaptar los patrones a determinadas curvas. Pero este razonamiento carece de sentido cuando hablamos de alta costura donde la cuota de inclusividad es prácticamente inexistente, a pesar de que la ropa sólo se produce a medida y por encargo.
A pesar de que ha habido muchos intentos sobre el papel para cambiar los criterios de selección en los castings y de que la extrema delgadez se aleja de los cánones de belleza y de los llamados “cuerpos normativos”, esta parece ser la tónica imperante en la presentación de las colecciones de Prêt-à-porter y los desfiles de alta costura. Explicaciones hay varias, pero ninguna es convincente.
Eliette Abécassis y Caroline Bongrand, autoras del manifiesto postfeminista 'El corsé invisible', denuncian la existencia de una especie de misoginia por parte de la industria de la moda que “execra las curvas femeninas”. Tal vez no sea generalizado, pero el de la misoginia es uno de los reproches que, junto al de gordófobo, xenófobo, clasista y frívolo, se ganó a pulso Karl Lagerfeld a quien apodaban el Kaiser de la moda.
Pero hay vida más allá del alemán y de su posible misoginia y gordofobia. Muchos diseñadores se escudan en que la ropa debe ser la auténtica protagonista de un desfile, no las ‘modelos’, que fue lo que ocurrió con las ‘tops’ de los 90. Ahora la industria ha querido rescatar el término ‘maniquí’ para referirse a la persona encargada de exhibir modelos de ropa, para desvincular la profesión de maniquí del concepto de modelo como referente que por su perfección se debe imitar.
Otro factor que influye en la cotización al alza del canon de la extrema delgadez es la tendencia de “moda sin género” y la consecuencia es que la estética hiperdelgada que desde finales de los 90 con el auge del ‘heroin chic’ se exige a las mujeres que desfilan en pasarela, ha extendido sus tentáculos a las colecciones masculinas. Desde que muchas firmas han dejado de crear moda dividida por géneros, para que el concepto ‘genderless’ sea aplicable a la ropa es preciso que todos los modelos (tanto ellas, como ellos) tengan cuerpos parecidos y quepan en la misma talla, una en la que los músculos y las curvas brillan por su ausencia.
Las marcas más asequibles necesitan llegar y vender a un público mucho más numeroso que el de la alta costura, a la que únicamente acceden unas 800 personas al año en todo el mundo. Lógicamente cuando alguien paga una fortuna por un vestido exclusivo, es muy probable que a nadie en el taller le importe la talla que usa.
Si nos centramos sólo en España, según la Encuesta Europea de Salud del año 2020, un 45% de la población femenina tiene un peso normal, mientras que el otro 55 está por encima (un 15,5% de mujeres padece obesidad y un 30,6% sobrepeso) o por debajo (el 8,9%) de su peso. Además, hay que señalar que en este país, la talla 42 es la más vendida.
Así las cosas, las cuentas salen solas. En el caso de la moda ‘low cost’ la inclusión de tallas más allá de la 42 no solo responde a una campaña de marketing (tendrás mejor reputación si eres una marca inclusiva que si no lo eres), sino que la razón por la que algunas firmas incluyen modelos de talla mediana y grande en sus catálogos y, consecuentemente, confeccionan colecciones con prendas de un tallaje más amplio, es puramente estadística y de estrategia comercial: alcanzar objetivos y la cifra de negocio.
Firmas como H & M, Mango o Asos lo tienen claro y han sabido adaptar algunas líneas de sus colecciones a un grupo amplio de consumidoras que se alejan del canon de la delgadez extrema. Otras como Zara, Sfera y las marcas más juveniles del grupo Inditex siguen suspendiendo en inclusividad corporal, aunque en contadísimas ocasiones apuesten por incluir a una modelo ‘mid size’ o ‘plus’ en los catálogos de sus colecciones. Un hecho que, lamentablemente, se convierte en noticia y acapara titulares.